Hace un par de semanas mientras caminaba por Puerto Madero (uno de mis lugares favoritos de la ciudad donde me encuentro viviendo actualmente), una pareja de novios robó mi atención.
Para satisfacer mi búsqueda constante de situaciones curiosas, rápidamente saqué mi cámara de mi bolso para poder tomar todas las fotos posibles.
Muchas veces nos sucede que como consecuencia de ver algo lindo esto nos produce sensaciones agradables, que en ocasiones llegan a superarnos. De repente me encontraba parada frente a ellos tomando fotos, tratando de no incomodarlos, con una sonrisa en mi rostro, cautivada por lo que mis ojos estaban viendo.
Realmente era una escena encantadora poder ver a esta linda chica de apariencia delicada, con su vestido blanco adornado con piedras que brillaban como estrellas. Se veía como una princesa oriental, y su esposo a su lado tomándola del brazo como un caballero protector.
Debido a mi formación académica, mi mirada está educada para apreciar las vestiduras de las personas, trajes que ayudan a componer el paisaje visual de nuestras ciudades. En este caso, toma presencia la cualidad diáfana del color blanco que simboliza el inicio del algo nuevo, la pureza y la luz.
Es indiscutible el protagonismo que tiene la ropa a lo largo de nuestras vidas, y esto es aún más evidente cuando celebramos momentos inolvidables, los cuales guardamos para siempre en nuestra memoria. Toda la carga emocional que podemos otorgarle a un vestido, para luego, en un momento de nostalgia, remitirnos a momentos colmados de las más diversas emociones, reafirmando el poder que ejerce la indumentaria sobre nuestra sensibilidad. Vestirnos para recordar y ser recordados.
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